Historias de mierda. Literalmente. No estoy hablando de historias tristes o injustas, sino de historias reales sobre mierda, cómo las afronté y qué aprendí.
En la primavera del 2008, vivía en Lund, Suecia, una pequeña ciudad universitaria donde estaba terminando mi máster. A medida que los días se hacían más largos y más cálidos, daban ganas de ponerse ropa más ligera y menos oscura. En ese fatídico día, opté por vestirme con una blusa beige con flores, pantalón beige y zapatos café claro. Faltaban 30 minutos para mi siguiente clase y el sol estaba radiante. Aproveché para comer mi almuerzo, un sánduche vegetariano, sentada en una banquita en el jardín frente al aula, justo debajo de un árbol frondoso. Cuando me disponía a tomar el primer mordisco, sentí algo golpear mi cabeza y resbalar lentamente por mi cabello en el lado derecho. Mi pantalón recibió el splash del golpe y mi brazo derecho estaba manchado–una paloma me había cagado encima. El shock duró apenas unos segundos; enseguida estudié mi entorno para asegurarme que no había testigos de mi desgracia. Recogí mis cosas al vuelo y caminé a paso acelerado hacia el baño del edificio. Me quité la blusa (por suerte llevaba un top) y metí la cabeza debajo del lavabo para desprender la mierda de mis largos cabellos ondulados. El excremento pasposo y aún tibio estaba bien adherido a mis mechas. Proseguí a lavarme el brazo y luego la blusa que tuve que ponerme húmeda para correr a mi clase. Me acomodé bien en la silla, abrí mi cuaderno de apuntes y sentía que todos me veían, aunque no había contacto visual directo. Pasé la mano por mi cabeza y me di cuenta de que aún había restos de mierda en mi cabello. Disimulé como mejor pude y apenas terminó la clase volví al baño. Lección aprendida: nunca te sientes debajo de un árbol en un parque o jardín urbano.
Unos años después, me ofrecí hacer de guía turística para un amigo de mi primo que estaba visitando Ecuador y que se quedó unos días en mi casa. Fuimos al centro histórico de Quito y le hice conocer todos los lugares icónicos en mi circuito turístico: la Basílica, la Plaza Grande, la Iglesia de la Compañía, La Ronda y la Plaza San Francisco. El último punto de mi recorrido sería La Merced, caminando desde San Francisco por la calle Cuenca. Era un día soleado y ya era cerca del mediodía–se sentían los rayos penetrar la piel. Llevaba una camiseta casi sin manga, expuesta al sol y otros elementos. Entonces sucedió: sentí la porra de mierda caer sobre mi hombro y mi antebrazo. No había ningún árbol en la vereda, pero una paloma había decidido cagar mientras volaba de una cornisa a otra. Pretendí que no sucedió nada y mientras el chico admiraba la arquitectura yo me limpié el brazo con la mano y froté la sustancia entre ambas palmas como quien quiere sacudir polvo. Me aseguré de que la porquería solo cayó en mi brazo y no sobre mi cabello y seguí caminando como si nada. Lección aprendida: ¡aléjate de las palomas!
En mi más reciente viaje a las Islas Galápagos, estaba en el Canal de Itabaca lista para abordar el ferry que cruza hacia Baltra. Me acerqué hacia la orilla para ver cuál de los barcos estaba por salir cuando vi que mi jefe me hacía señas de que bajara por la rampa. Me di vuelta y di un paso largo y muy firme justamente en frente de tres lobos marinos que estaban descansando al lado de la rampa, asentando mi pie derecho exactamente sobre sus heces. La fuerza de mi pisada provocó que el excremento salpique por todo mi zapato y mi pantalón hasta la altura de la rodilla. Esta vez hubo muchos testigos y por si acaso alguien no se haya percatado del incidente, un niño de unos 7 años se encargó de difundirlo con euforia: “¡ah, pisó la caca!” Salí disparada de la escena, ignorando las miradas y el anuncio público del guagua. Me subí al ferry con toda la naturalidad y me senté al final, tratando de esconder mi zapato derecho metiéndolo debajo del banco y poniendo el pie izquierdo en frente. En el muelle al otro lado traté de limpiarme usando la baranda, pero no fue muy efectivo. Me subí al bus e hice lo mismo, esconder el pie debajo del asiento, pretendiendo que mi posición era cómoda–menos mal el trayecto es corto. Tuve que pasar el filtro de seguridad con el zapato embarrado de mierda; afortunadamente no tuve que quitármelo. Me dirigí directo al baño con mi maleta de mano donde tenía un pantalón limpio. El espacio en la cabina del baño era reducido y tuve que hacer maniobras para no caer sentada en el inodoro que no tenía tapa. Procedí a lavar el zapato en el lavabo, lo cual demoró mucho porque el chorro de agua era más bien un rocío suave, ya que tratan de ahorrar agua en ese aeropuerto ecológico. Pasé unos buenos 10 minutos restregando el zapato con mis manos y la señora de la limpieza se tardó otros 5 minutos en quitar las manchas que dejé en el lavabo, seguramente preguntándose cómo llegó esa “tierra” ahí. Finalmente, logré mi objetivo y estaba libre de caca de lobo marino, lista para abordar el avión hacia Quito. Lección aprendida: ¡fíjate por donde caminas!
Más allá de las lecciones prácticas, de los recuerdos vergonzosos o de las anécdotas chistosas, me doy cuenta de que soy buena ignorando la “mierda” que me afecta. Si no le pongo atención, seguro desaparece. Y aunque en el sentido metafórico es verdad–si no le pones energía, pierde importancia–en otras ocasiones la mierda es tan tangible como mis experiencias con las palomas y el lobo marino, donde no es suficiente hacer como si no estás sucio, sino que en efecto tienes que limpiarte. Hay situaciones negativas que uno puede resolver solo, no hace falta involucrar a otros, pero a veces uno calla por vergüenza y no porque no necesite ayuda. Cuando recuerdo que literalmente he pisado mierda, reflexiono sobre todo lo que he me guardado por mantener apariencias, por temor a ser juzgada o porque no sé qué camino tomar. Pueden pasar años hasta que uno decide darse un buen baño, porque uno se acostumbra al mal olor y ya ni lo siente. Hay que aprender a distinguir entre el azar de la vida que siempre te hará tropezar para que no te aburras y estés alerta y la situación tóxica que te hace caer constantemente. Por algo los médicos recomiendan desparasitarse de vez en cuando–también hay que librarse de la mierda mental de manera regular.
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